viernes, 30 de marzo de 2018


COMO CAMPANAS

No siempre fue así, no siempre el progreso purificó nuestras vidas, no siempre dispusimos, para decirlo con claridad, de embarazos a la carta. Hubo una época donde venir al mundo era cuestión de paciencia y, sobre todo, de sacrificios. Un periodo de piernas hinchadas, picos de albúmina y trastornos prolongados. Una secuencia de sofocos y anomalías que parecían interminables. Por eso, cuando los científicos lo resolvieron, cuando garantizaron la viabilidad de los embriones, enloquecimos: comenzamos a pedir embarazos de seis, de tres, de dos meses. Era inimaginable, pero esos hombres, con sus batas blancas, certificaban los milagros. Todo parecía controlado, incluyendo los órganos, la sincronía de los latidos, la presencia de funciones sutiles: el reflejo de succión, el primer llanto, la plenitud de las glándulas minúsculas. Un diseño eficaz para que, arrebujado en su cunita, el bebé creciese sin tensiones.
Es cierto que empezamos a recurrir a pretextos y viajes, a onomásticas o armisticios: unas querían el bebé en Adviento; otras, el día de las Fuerzas Armadas; hubo quien apostó por la siniestra víspera de Halloween. Las que vacilaban sobre la fecha consultaban a quiromantes y, en el peor de los casos, a echadores de cartas. Como patrón universal, las familias se inclinaban por un parto elegante.
Llegó un momento, por así decirlo, en que parimos en cualquier circunstancia: para celebrar un aniversario o, simplemente, superar un divorcio. Una mujer estaba escalando el Annapurna y, tras coronar la cima, daba a luz en el campamento base. Alguien dejaba de ir a misa un domingo y, poco después, sentada en el reclinatorio, exhibía una barriga imponente. Las Olimpiadas admitieron una nueva modalidad que consistía en expulsar el feto sin emitir gemidos: distribuidas en camillas clónicas, las madres sonreían, mientras el público (maridos y jueces) aplaudía cautivado. Cualquier reto era superado y cualquier registro, por inaudito que fuese, se volvía posible. No existían límites, ni pausas y se insinuaron los embarazos por horas: el corpus científico, masculino y obstinado, había conseguido doblegar las magnitudes del tiempo.
Por eso, tal vez por eso, mi caso inspire tanta expectación; y haya conseguido que biólogos y sacerdotes, por primera vez, coincidan en algo: me refiero al hecho de que, después de sesenta meses, con sus días y sus noches, yo continúe flotando en el vientre de mi madre; y que hayan sido ellos, los hombres -apelando a la Ciencia y la Doctrina-, quienes hayan puesto el grito en el cielo.
Se han organizado, pues, jornadas y protestas, se han publicado artículos demoledores, y te han convertido, querida madre, en la antagonista de la modernidad. Aunque ahora que lo pienso (mientras giro en este plasma dulce y prodigioso, ajena a los disturbios del mundo), puede que la sorpresa – y la condena, y el escándalo- se susciten cuando descubran este milagro: cuando sepan que en mi interior, débiles pero insolentes, resuenan como campanas los latidos de mi propio hijo.