miércoles, 12 de octubre de 2011

Fiebre

Veía gigantes en la oscuridad. Dice mi madre que cuando era bebé, y me subía la fiebre, me ponía de pie en la cuna y me quedaba mirando fijamente la pared, los puños cerrados como candados, la carita ardiendo entre gemidos angustiosos. Yo veía jodidos gigantes a mi alrededor, o al menos las cosas fabulosamente grandes, la lámpara sobre mi cráneo infantil, el rostro amado de mi madre, la esquina redondeada de la cama, los globos desinflados que alguien había colgado en la cabecera. Me pregunto qué significaban aquellos delirios y por qué me asaltaban aquellas imágenes desmesuradas, la sensación de que el mundo era un lugar inhóspito y truculento, un sitio que un Dios malévolo, un moldeador de universos ciegos y fríos, había creado exclusivamente para torturar a los débiles y los inocentes. De pie en la cuna, apretaba los párpados y sollozaba como si me abrasaran las tenazas de un verdugo. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento de un niño? Años después, aquella fiebre me acosaría en tardes anonadadoras, envuelto en sábanas de sudor, persuadido de que la verdad estaba en el umbral que separa la lucidez de unas décimas de fiebre, en un osario de ángeles insolentes y humillados. Bendita y maldita fiebre, convirtiéndote en un náufrago aturdido en medio de la oscuridad.

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