jueves, 15 de abril de 2010

Tomás

De vez en cuando, en días que cada vez se separan más entre sí, me acerco a ver a Tomás, entro en el gabinete en el que invierte las horas escuchando la radio o leyendo libros editados en braille, ensimismado en un silencio de mantas y semioscuridad, y me siento al otro lado de una mesa muy larga, a escuchar tranquila, perezosamente alguna de sus historias. Siempre me siento un poco culpable, pero él jamás me reprocha mis ausencias dilatadas, como harían la mayoría de los ancianos que conozco, sino que, como si acabara de visitarle la noche anterior, y tras un saludo cordial pero lacónico, empieza a desgranarme el primer recuerdo que se le viene a la cabeza, venga o no a cuento, como si el hilo de sus relatos también tuviesen una secuencia y una cadencia inextinguibles, a la manera de aquellos cuentos que hilvanaba nocturnamente la princesa Sherezade. A sus ochenta años, Tomás hace gala de una memoria prodigiosa. No sólo de geografías o personajes, sino de pormenores minuciosos, de anécdotas sucintas, donde asoman descripciones que sólo en apariencia resultan triviales: los objetos que poblaban una oficina polvorienta, el retraso del mixto que llegaba a las minas, el betún lustroso de los zapatos de un militar, las palabras exactas con las que un tendero lascivo seducía a la mujer de un boticario cornudo. Tomás, claro, habla de una época que yo no conocí, en la que casi nada era hermoso, porque había pobreza, miedo y enfermedades, pero él, que es un superviviente, nunca mancilla la nostalgia, no se deja arrebatar por lamentaciones seniles, y de su boca, que a veces se llena de flemas de viejo, no salen quejas tremebundas, ni tribulaciones pesadas, sino un tibio homenaje a la memoria, escenas de una película en blanco y negro con argumento inolvidable, con viajeros y pasiones que hoy serían imposibles de encontrar.
Me siento al lado de este anciano, cuyos latidos son cada día más débiles, y trato de verme a mí mismo dentro de treinta o cuarenta años, pero sé que entonces el olvido será el ogro que ocupe mis noches, y por eso me gustaría pensar que siempre va a permanecer ahí, sentado en su butaca, muy tapado porque la sangre ya no se enamora en sus venas, fiel e inalterable en las tardes de invierno, las pocas en que me dejo caer por su casa, llamando al timbre con la confianza de encontrarlo ligeramente dormido, o moviendo el dial de su radio, Tomás, la semana que viene prometo regresar a verte, camino de la librería, que me queda tan cerca, aunque no sople el viento en las calles y haya llegado la primavera, alguien debería decirle a Dios que tus historias no se pueden interrumpir, como la velocidad de los niños en los patios, como las ramas de los árboles que soportan la nieve y el hielo que la tierra ya no puede acaparar.

4 comentarios:

  1. La sangre ya no se enamora de sus venas...

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  2. Sara, un día tendré que dedicarte un post. Gracias por seguir rondando por aquí; me temo que yo soy menos dado a salir de mi cueva. Saludos!

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  3. Yo las rondas por este lugar, las suelo hacer cada vez menos a causa de que estoy ocupada en otros menesteres, pero tengo que prometer y prometo, que de ninguna de mis escasas visitas, salgo decepcionada.
    Me encanta como escribes, y si no salir de la cueva, da estos resultados tan estupendos , estoy por encerrarme a cal y canto, para ver si consigo algo parecido, aunque me temo que va a ser difícil.
    Un beso para Sara ( que dicho sea de paso, también escribe genial) y un abrazo para el Sr. Paz, porque demuestra con su buen hacer, que no es mejor blog, el que más visitas tiene.

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  4. Gracias, aquí seguiré fiel a visitas esporádicas

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