martes, 16 de marzo de 2010

Gnomo

Todos lo apodaban gnomo, pero en aquel verano de verbenas en pueblos abandonados de la mano de Dios era nuestro héroe particular, porque él tenía treinta tacos y nosotros dieciséis y además conducía un 127 con matrícula de Barcelona. Apenas levantaba cuatro palmos del suelo, su cabeza la coronaban unas guedejas color maíz y en su cara de sátiro había dos ojos saltones azul lechoso. Con esas credenciales no podía seducir a nadie pero, a diferencia de nosotros, había viajado por el mundo y encima no lo había hecho de cualquier modo, sino como cámara de televisión: eso lo convertía en algo parecido a un director de cine y apiñados en el interior de su coche – un montón de becerros sedientos de historias -, nos desplazábamos por trochas y pistas a velocidades endiabladas, pitando a los campesinos que regaban los prados de noche y esquivando vacas que se cruzaban fantasmagóricas a la salida de alguna curva. Probablemente nunca estuve más cerca de partirme la crisma, o de acabar con un cartón en el dedo gordo del pie, mientras era sajado por el bisturí de algún forense de provincias. De vez en cuando se detenía en seco, delante de alguna casa donde se veía una luz encendida y con su voz de falsete, nos decía: a esa viuda me la tiré el año pasado, o tengo una cuenta que saldar con ese hijoputa, y luego arrancaba a toda leche, no sin derrapar delante de los corrales y reventar la noche con los pitidos de su 127 matrícula de Barcelona. Nos contó que había vivido en el Paraguay, el verdadero Paraíso en la tierra, un país donde había una media de dieciséis mujeres por hombre, todo gracias a la Guerra del Chacro, que había diezmado las reservas viriles de la nación y había dejado millares de viudas jóvenes a lo largo del país. Nosotros nos imaginábamos aquellas camas náufragas, los cuerpos sollozantes en la penumbra y teníamos que sofocar la concupiscencia para no hacernos una paja allí mismo, cosa que teníamos tajantemente prohibida, a pesar de que la tapicería de su coche estaba llena de agujeros y se parecía al pellejo de un corsario merendado por el escorbuto. A una hora intempestiva, cuando los últimos ecos de las orquestas se desvanecían en el aire mordiente y helado, salíamos todos a orinar, no siempre contra la tapia de un convento, pero él se separaba de nosotros, borracho como una cuba, con una ebriedad hosca y mercenaria, y lo veíamos internarse entre los espinos, con la polla al aire, meándose los pantalones y los zapatos, mascullando palabras soeces e ininteligibles en medio de la oscuridad. Esa noche tardó en volver y fuimos a buscarlo preocupados, pero el elemento se había quedado roncando junto a una presa, la mayoría optó por dejarle durmiendo la mona, era mucho mejor ver el amanecer dentro del coche; al poco rato, todo el mundo dormía. Parecía realmente un gnomo, o quizá un niño grande y frágil, con su cabezón entre las hierbas, me quedé un rato a su lado, fumando un cigarrillo, antes de regresar al coche y taparlo con una manta. En el Paraguay, pensaba yo, alguna chiquita estará ahora mismo bajo un cobertor de lana, entre sueños febriles, imaginando que su soldadito muere de frío en una trinchera remota. Al igual que ella, tampoco yo lo volví a ver al siguiente verano.

1 comentario:

  1. que interesante esta historia....pero llama la atencion como acaba "imaginando que su soldadito muere de frio en una trinchera remota"...me encantan esas analogias....gran acierto....

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